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En los últimos días empezó a sonar de nueva cuenta en la capital poblana el tema del agua potable tras la reactivación del juicio contra su privatización por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En 2013, por iniciativa del exgobernador Rafael Moreno Valle Rosas, se concesionó la prestación del servicio de agua a favor del consorcio Agua de Puebla. En consecuencia, en 2014 se originó el litigio a partir de un juicio de amparo promovido por usuarios del servicio contra el proceso de licitación que realizó el Sistema Operador de los Servicios de Agua Potable y Alcantarillado del Municipio de Puebla. Se denunció la falta de apertura en la publicitación de las propuestas técnicas y el hacer confidencial la licitación. Sin embargo, en ese momento se determinó que los quejosos carecían de interés jurídico por ser usuarios y no concesionarios del servicio, dejándoles el derecho de saber estrictamente lo concerniente al servicio que se le presta.
Recientemente la sociedad civil se organizó nuevamente para llevar la temática a la agenda pública y se ha iniciado una movilización para realizar consultas ciudadanas. El movimiento busca alcanzar las 30 mil firmas, que corresponden al 2% de la lista nominal, para dar pie a un proceso de solicitud de revocación de la concesión. Los altos precios y deficiencia en el servicio son de las principales quejas emitidas por los usuarios, aunque también se escuchan argumentos contundentes frente a la falta de transparencia en la licitación de la prestación del servicio.
Sin embargo, más allá de las quejas referentes al desempeño del concesionario, la privatización misma de la prestación de un servicio que corresponde a un derecho humano y fundamental como lo es el agua, pone invariablemente sobre la mesa una serie de cuestionamientos de la índole más profunda. En principio, la concesión de un servicio que debiera prestar el Estado se entiende que es, en esencia, el mecanismo para dejarlo en manos de expertos con el fin de mejorar la eficacia y eficiencia en su ejecución. Se pasa de ser el prestador originario a ser el supervisor de la prestación del servicio público, y siguiendo las pautas de la Tesis XXII de Julio de 2005, el concesionario debería tender a la satisfacción del interés general teniendo como características la generalidad, la uniformidad, la continuidad, la regularidad, la obligatoriedad y la subordinación a la administración pública. El mismo artículo 4° constitucional establece el derecho humano al agua de manera “suficiente, salubre, aceptable y asequible”.
En el caso de Agua de Puebla, la presión que ejerció el antiguo ejecutivo estatal para activarlo transitó hacia la prestación de un servicio que incumple dichas características y que, por tratarse de un derecho fundamental, debería garantizarse su acceso. El costo del vital líquido no deja de incrementarse, y su cobro estratificado deja en desventaja a aquellos que se han visto “beneficiados” por el incremento del valor de sus tierras, sin que sus ingresos se hayan incrementado de manera paralela. Esto deriva en que el valor catastral de sus propiedades los coloque en estratos más altos que corresponden a una tarifa más alta del servicio, pagando proporcionalmente más por el servicio.
¿Hasta qué punto, por tanto, debería ser asunto privado un derecho fundamental? ¿Qué tan confiables y expeditos son los mecanismos con los que cuenta el ciudadano para hacer valer dicho derecho? Al ser una potestad del ayuntamiento capitalino el supervisar que se preste el servicio, se esperaría un respaldo hacia los ciudadanos para asegurar su abastecimiento, sobre todo, atendiendo a la cualidad de asequibilidad que exige la ley. Cabría reflexionar nuevamente cuáles son los servicios públicos que deberían ser concesionados y, en dado caso, cuáles serían las garantías ofrecidas para asegurar su óptimo y justo abastecimiento.